Autor: Aideé Granados
Viviendo en Estados Unidos descubrí algo de las enfermeras que no me había tocado ver en México: tienen una GRAN influencia dentro de un consultorio médico.
Las enfermeras, casi siempre, son el filtro necesario antes de hablar con el médico que te atiende. Generalmente son las que resuelven las dudas post-consultas o post-tratamientos, dan indicaciones, ajustan dosis, cambian medicinas inclusive.
Aprendí que más valía tenerlas de mi lado, pues suelo ser una paciente de alto mantenimiento: me gusta consultar y cuestionar con frecuencia. Por esta razón me he propuesto conocerlas y que me conozcan; que sepan quien soy, cuál ha sido mi historia clínica, que me ubiquen con nombre y apellido, y no sólo como un número más en sus expedientes.
Lo había logrado muy bien, hasta que me topé con la enfermera Mary.
Un buen día, Mary entró en el consultorio donde yo me encontraba. Yo había esperado por más de una hora para la consulta con mi oncóloga. Mary no me saludó. No me volteó a ver a los ojos. Fue directo a la computadora y, dándome la espalda, comenzó a preguntarme cosas de rutina:
“¿Me repites tu nombre? ¿Fecha de nacimiento? ¿Sigues tomando “x” y “y” pastillas? ¿Te pusieron la inyección?”
¡Y Mary, no volteaba a verme!
A la consulta había llegado preparada con una lista, algo detallada, de achaques que estaba sintiendo. Quería pedir ayuda y dirección. Y sobre todo, quería que me dijeran si esos malestares estaban o no relacionados con el cáncer que había tenido.
“Tus análisis de sangre salieron bien”. ¡Por fin me veía! Le expliqué rápidamente mis preocupaciones de salud, y me dijo que todo era considerado como normal. Así nomás.
No sé cómo, pero de repente, comencé a llorar. Ahora me da un poco de risa. Pero en ese momento, yo tenía coraje y me sentía fatal: había estado esperando entrar a consulta por mucho tiempo, sola, sentada en un cuarto frío, con una bata nada bonita que te recuerda que estás en un hospital y que estuviste (o estás) enfermo(a). Luego, resulta que quien yo creía que me podía ayudar con paciencia y tacto, parecía que no le importaba más que preguntar los “generales”, llenar una base de datos en la computadora y decir: Next, please! O como en México dicen: “¡Pásele, Pásele, Güerita! La que sigue”.
Estaba yo furiosa; y se me salían las lágrimas de sentimiento. Sin embargo, mi posición era la del paciente. Y la de ella, la de la enfermera a cargo. “Hoy no verás a tu oncóloga, solo pasarás a revisión conmigo. Si crees que necesitas un anti-depresivo, podemos prescribirlo”.
Más furiosa me puse.
Pensé enseguida en quejarme. En escribir una carta larga a mi oncóloga y al hospital. Me cuestionaba cómo podía tener a una persona, con tan poco tacto, en su equipo. ¡Estas enfermeras atendían a pacientes y SuperVivientes de cáncer!
No hice nada de esto. Pensé que era mejor dejar pasar un tiempo. Igual y ese día, había sido un mal día para Mary. Era probable que así fuera. Me propuse ser empática.
Pasaron los meses y se acercaba la Navidad. Decidí mandarle un regalo a Mary, con una “nota de amor”. Fue algo súper sencillo: una felicitación, un regalo hecho en casa por mi esposo, mi hija y por mí, una nota deseándole lo mejor para las fiestas. Firmada por la familia.
No obtuve respuesta de su parte. Sinceramente, no la esperaba. Sin embargo, la semana pasada tuve cita de seguimiento en el hospital, y aunque yo había pedido que me atendiera mi oncóloga exclusivamente, me encuentro con la sorpresa de que es Mary la que entra al consultorio para revisarme.
Me saludó dándome un apretón de manos. Me vio a los ojos. Me habló con un tono completamente diferente a la última vez que la vi. Sí me preguntó todo lo que necesitaba para la base de datos; sin embargo, tomó el tiempo para explicarme algunas gráficas de mis estudios recién hechos. Me revisó con detenimiento. Me escuchó. Me ayudó a sacar una cita para unos rayos X.
Le pregunté acerca de cómo estaba y cómo le iba. “Pues, mas o menos”, fue su respuesta. Me dolió ser dura la vez pasada con ella. Creo que Mary, a veces, no tiene tan buenos días. O tal vez, la carta de amor y el regalito le conmovió sinceramente. Qué bueno que no me quejé. Qué bueno que esperé un mejor momento para entenderla y hacer que me entendiera también.
Ya para despedirse, con otro apretón de manos, me dice: “Me encanta tu blusa; ¿puedo preguntar dónde la compraste?” –Jajajajaja- No daba crédito. Me hubiera carcajeado fuertemente (de alegría). ¡Preferí no hacerlo para que no se me salieran las lágrimas por reír y quisiera recetarme anti-depresivos nuevamente!
Salí contenta, pensando en Mary y sus días viendo tantos pacientes, tantas otras historias de supervivencia, y otras tantas de mucho pesar. Qué bueno que esperé.
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